Por Jorge Huergo y Kevin Morawicki
Re-leer la escuela para re-escribirla (I)
La escuela como espacio social
Cuando hablamos de un espacio social no intentamos sólo una descripción de los “lugares” que constituyen la escuela (muchas veces considerada meramente como edificio). En ese sentido algunos sólo han trabajado una mirada hacia lo evidente: cuántas aulas hay en la escuela, dónde está ubicada la dirección, qué lugar ocupa el patio o los baños, etc. Podríamos decir que es una mirada “arquitectónica”.
Sin embargo, la arquitectura no es un reflejo de los espacios representados en un plano. La arquitectura registra y comprende los sentidos de los lugares y de las experiencias del tiempo en un espacio. Un espacio social se refiere a las zonas donde se establecen relaciones, se plantean conflictos o pugnas por el sentido del mismo espacio, donde se producen encuentros y desencuentros, negociaciones, reciprocidades, indiferencias, autoridades o jerarquías, rituales legitimados o no, rutinas admitidas o sancionadas, etc. Un espacio social es complejo, no lineal. En cuanto tal, es posible trazar una topografía, representando los lugares y distribución en él; pero debemos también comprender una topología, es decir, el sentido que ellos tienen para los sujetos que en ellos circulan y establecen diversos tipos de encuentros.
El espacio y los espacios escolares
La primera cuestión es aproximarnos al espacio social escolar. Para ello, necesitamos reconocer al menos tres dimensiones del espacio:
1. El espacio diseñado (o prescripto) para los distintos actores educativos y para las interacciones escolares. Nos referimos al diseño arquitectónico, o las prescripciones y regulaciones espaciales, la distribución establecida o instituida en el mismo, las disposiciones espaciales y los equipamientos que las configuran, la regionalización establecida, los ejes, distancias y dominios espaciales, las sendas y estaciones prescriptas, etc. Por detrás existen políticas espaciales y representaciones sobre el espacio para quienes poseen la potestad de diseñarlo o rediseñarlo, relacionadas con el dominio, el control y la disposición, y con la planificación, la ingeniería social y la construcción científica. En este sentido, es un dispositivo que pretende capturar los movimientos, relaciones y formas sociales de habitar el espacio.
2. El espacio recorrido por los diversos actores (según o más allá de lo diseñado y prescripto). Hacemos referencia a las zonas, lugares o regiones que recorren o por las que circulan o en las que se establecen diferentes tipos de relaciones. Es la dimensión de lo clandestino, de la oportunidad, de lo subterráneo, de las inscripciones particulares o identitarias, de lo vivido, de lo efectivamente experimentado. Es el conjunto de diversas apropiaciones y usos del espacio diseñado, con distintos intereses, con significados y modos de habitarlo que no coinciden con lo prescripto por el espacio diseñado.
3. El espacio representado (lo percibido y lo significado): aludimos a los significados que los actores que recorren un espacio le otorgan al mismo, a sus zonas o regiones, además de los posibles significados y sentidos que se le atribuyen a esos espacios por actores que ni siquiera los recorren (es decir, los sentidos sociales y los significados de quienes no circulan o se niegan a circular por ellos). Conviene distinguir aquí los significados de quienes detentan el poder de diseñar los espacios, de los significados de quienes los experimentan y recorren, elaborando una “descripción densa” sobre ello (es decir, una interpretación de los malentendidos acerca de los significados de un espacio común).
Resulta clave observar y analizar aquí las cercanías y distancias, los encuentros y desencuentros, las continuidades y rupturas entre los tres aspectos del espacio considerado. Sin embargo, necesitamos comprender que en las instituciones educativas el espacio no puede concebirse como un “receptáculo vacío”, sino algo configurado por el(los) cuerpo(s). Es en los cuerpos que percibimos y construimos el “aquí”, los ejes espaciales (arriba-abajo, izquierda-derecha), la cercanía y la distancia, el adentro y el afuera, la completitud y el vacío, etc.
Algunos autores hablan de “escenario”, como si la institución fuera una espacio donde se ponen en escena diferentes roles dramáticos. Otros, como el francés Michel de Certeau, han preferido distinguir dos modos de situarse en el espacio, lo cual será valioso para nuestra aproximación:
1. Las estrategias son el cálculo o manipulación de relaciones de fuerza que se hace posible desde que un sujeto de voluntad y poder (sea un ejército o una empresa, un grupo «educativo» o una escuela) resulta aislable. Postula, entonces, un lugar que puede circunscribirse como algo propio, desde el cual administrar las relaciones con una exterioridad, sean los enemigos o los clientes, como los educandos o los destinatarios. La idea de “estrategia” –conviene recordarlo– proviene de la teoría de la guerra (en especial, Karl Von Clausewitz); en ese contexto, la estrategia significa el plan para derrotar/destruir las fuerzas, la voluntad y el territorio del “enemigo”… muchas veces nos encontramos que, en algunas escuelas, sus destinatarios son sus “enemigos”, y que las estrategias son imaginadas como formas de sometimiento, represión y transmutación de sus prácticas, sus saberes, sus formas de pensar, sus lenguajes, sus culturas.
2. Las tácticas son las artes del débil. Pertenecen a los débiles quienes, valiéndose de usos y prácticas, actúan en un lugar que no les es propio. Las tácticas no tienen más lugar que el del otro: el poderoso, y actúan en un terreno organizado por una fuerza extraña. Es decir, juegan en el territorio y con las reglas diseñadas por otros (o por las estrategias). Las tácticas son producidas por la oportunidad y el interés de apropiación de bienes o sentidos en ese espacio diseñado por otro en el que se juega.
El reconocimiento de ellas y el interjuego entre las mismas nos permitirá percibir de manera compleja las relaciones sociales que se producen en el espacio y la posición de los diferentes sujetos.
Debemos suponer, además, la diferenciación entre espacio per se (como si fuera una esencia natural) y espacio producido (como sostiene el geógrafo crítico Edgard Soja). De hecho, los espacios sociales no son naturales, aunque muchas veces se los naturalice; ellos son un producto siempre inacabado de las relaciones sociales, del poder, de intereses de sector, etc.
El espacio producido es un espacio geopolíticamente dispuesto (dice Michel Foucault). Esto quiere decir que los límites, las fronteras, los territorios, es posible que no coincidan con las vivencias y experiencias de sujetos y grupos. Un ejemplo no escolar es el del choque entre el espacio producido en el cercano Oriente y la experiencia cultural histórica de los palestinos; o la vivencia del espacio producido por la frontera entre EE.UU. y México para los mexicanos, quienes siguen considerando que su espacio cultural histórico (California, Texas, etc.) les ha sido robado por la potencia del norte . Desde esta perspectiva resulta interesante observar y comprender los sentidos de las delimitaciones espaciales de la escuela y sus alrededores en una comunidad, como así también las funciones y disfuncionalidades de los diversos espacios producidos en la escuela (el patio, el aula, los baños, etc.). Vale la pena pensar en estos términos la vivencia cultural de los distintos lugares de la escuela, las marcaciones que los actores hacen en ellos, las interacciones que en ellos se suscitan; un lugar interesante para observar esto es el baño, por ejemplo, si lo “leemos” como un espacio donde los alumno escriben, interactúan, se apropian, desarrollando y prolongando tácticas, resistencias, contestaciones a las disposiciones escolares y a las funciones para las cuales ese espacio fue diseñado. El baño, entonces, puede revelarnos quiénes son, cómo piensan, qué sienten o hacen los niños, más allá de las posiciones adecuadas o esperadas en el espacio escolar.
Los sentidos del tiempo en la escuela
Veamos ahora algunas pistas para la aproximación al tiempo escolar.
En cuanto a la lectura del tiempo, tenemos que diferenciar entre la durée (duración o tiempo experimentado, según el filósofo Henri Bergson, siempre relativo a las percepciones subjetivas y existenciales) y tiempo producido, que es susceptible de medición y de control; es el tiempo del reloj, un tiempo que es percibido como “objetivo”. No es lo mismo, por ejemplo, que un recreo tenga establecidos 10 minutos (el tiempo objetivo producido para ese fin) que lo que “dura” para los niños, que puede ser (en su experiencia) muy corto, y que por eso muchas veces lo prolongan en otros horarios establecidos para otros fines, como el tiempo de la clase.
El tiempo se juega en la zona de cruce entre tiempo producido y tiempo experimentado. El tiempo producido es un tiempo históricamente determinado (afirma Gianni Vattimo). Esto quiere decir que frecuentemente, en la historia, son los “ganadores”, los conquistadores, los poderosos, quienes pretenden establecer las secuencias temporales históricas, otorgándoles valor en términos de progreso/atraso, civilización/barbarie, primitivismo/modernidad, etc. Es decir, los poderosos son quienes establecen “estrategias” temporales; por ejemplo, la periodización de la historia está producida por determinados intereses y/o “razones” de quienes detentan mayor poder en la sociedad. La organización del tiempo en la escuela suele ser un tiempo producido por razones “pedagógicas” de quienes detentan el poder para hacerlo. La inadecuación a ese tiempo producido es nombrada y valorada como indisciplina, desorden, etc. Lo que resulta clave “re-leer” son las cercanías y distancias entre ese tiempo producido, determinado, ordenado (según secuencias, momentos, etc.) por la escuela, y las experiencias del tiempo que tienen o hacen los niños, posiblemente más vinculadas a la simultaneidad, el presente, la irrupción, etc.
Existen diferentes sentidos del tiempo que, en principio, podríamos dividir en dos:
1. El tiempo estratégico-instrumental, que está dominado por el cálculo racional planteado desde una exterioridad trascendente; en este sentido es cronos (el tiempo medible y periodizable), que en la modernidad ha tenido relación con los períodos medibles que apuntan a un “futuro”.
2. El tiempo práctico, en cambio, que está dominado por la duración, la experiencia subjetiva del tiempo, y por la oportunidad, desde la inmanencia de una interioridad; en este sentido es kairos (el tiempo de la coyuntura experiencial).
Es interesante, en esta línea, realizar también una descripción densa que recoja los distintos significados del tiempo, por ejemplo, para docentes y alumnos, o para los padres, etc.
En la actualidad sería posible distinguir diversos tiempos conviviendo en las escuelas. Tiempos que poseen diferentes acentos, como lo muestra el filósofo de la geografía David Harvey. Este autor propone relacionar los sentidos del tiempo con formaciones sociales específicas. Su tipología nos permite reconocer la simultánea multiplicidad de tiempos que condicionan las prácticas y estrategias en las instituciones educativas. Entre ellos:
el tiempo engañoso (ese tiempo de la sociedad organizada de duración larga),
el tiempo errático (de incertidumbre y marcada contingencia, donde prevalece el presente),
el tiempo cíclico (como intento de disminuir la contingencia y acentuar la continuidad),
el tiempo anticipatorio (de la innovación, la discontinuidad y contingencia del cambio),
el tiempo explosivo (del fermento revolucionario y creador), etc.
En la institución educativa se percibe una pugna entre los sentidos del tiempo (incluso aunque fuera solapada) y un escenario de confrontación múltiple entre esos sentidos diversos del tiempo respecto de la distribución y apropiación de los saberes. Es notable cómo los docentes suponen y conjugan en sus estrategias el tiempo “engañoso” (que suele enmascarar las crisis y rupturas entre pasado y presente) con el tiempo “cíclico” y, con suerte, con un tiempo “anticipatorio”, poblado de innovaciones frecuentemente tecnológicas. Entretanto, sus alumnos interponen un sentido del tiempo frecuentemente “errático”, y a veces “explosivo”, revolucionario y creativo. Las distancias entre ambos y sus sentidos del tiempo producen los malentendidos en cuanto a la significación y el valor de los saberes en función de esos inconmensurables sentidos del tiempo.
Re-leer la escuela para re-escribirla (II)
La política y lo político en la institución escolar
La institucionalidad es una dimensión de los fenómenos humanos que comprende aspectos que dan cuenta del poder de regulación social (comunitaria, grupal, organizacional) sobre el comportamiento individual, según explica Lidia Fernández. La institucionalidad es una constricción de la experiencia social que se concreta bajo las formas de políticas, leyes, normas, pautas (explícitas o implícitas) y otras formas de regulación de los comportamientos sociales, como los sistemas de expectativas mutuas, la presión de uniformidad, etc. Estas formas culturales y psicosociales operan sobre los sujetos (los sujetan) al modo de marcos cuyos límites diferencian lo permitido de lo prohibido y dentro de los cuales –previa renuncia a parte de su libertad– manejan el grado de autonomía que su posición social u organizacional les tiene asignada.
La institución y las instituciones
Las instituciones no sólo son, cada vez (como sostenía René Loureau), las formas sociales visibles, desde el momento en que están dotadas de una organización jurídica y/o material, por ejemplo una empresa, una escuela, un hospital, el sistema industrial, el sistema escolar, el sistema hospitalario de un país. Ellas también son y se fabrican a partir de la invisibilidad de una urdimbre simbólica, de un magma de significaciones imaginarias que autoriza su visualización. La institucionalidad es la forma que adopta la reproducción y la producción de las relaciones sociales en un momento dado. Pero más que eso (siguiendo a Castoriadis) la institucionalidad alude a una red simbólica socialmente sancionada, que actúa como “ley” y “regla”.
Eugene Enriquez, desde una perspectiva psicoanalítica, relaciona el origen de las instituciones con Tótem y tabú, de Sigmund Freud . El crimen del padre hace posible la organización social, la institución imaginaria de la sociedad. Sin embargo, la presencia del padre es suplida por una ley que provoca el equilibrio social. Enriquez propone dos ejemplos históricos: el asesinato de Luis XVI en la revolución francesa y el del zar Nicolás II en la rusa. En ambos casos, asesinatos innecesarios (ambos eran reyes debilitados), pero simbólicamente imprescindibles, porque permiten afirmar: “ya no hay ‘el Padre’, ahora el padre somos nosotros, esta nueva organización social” . El autor muestra que el origen de las instituciones siempre es violento, y que la finalidad de las instituciones es la canalización de las pulsiones agresivas y amorosas (sexuales) para construir la unidad de la sociedad. No se puede vivir sin instituciones pero, a la vez, ellas tienen un aspecto asfixiante. Tomando también ideas de Freud, Herbert Marcuse afirma que la institución de la sociedad se hace posible mediante la represión y retardo del principio del placer (las actividades sexuales primordialmente) en virtud del imperio del principio de realidad (las actividades económicas, el trabajo, el estudio, etc.). Esto se concreta en cada institución a través de un proyecto general y de una tarea común.
La institucionalidad, como un lenguaje, ordena y otorga sentidos y significación al flujo de experiencias, expectativas y sensaciones singulares. Como dimensión simbólica, la institucionalidad consiste en ligar o anudar determinados símbolos (o significantes) con determinados significados (representaciones, órdenes, incitaciones a hacer o a no hacer) y en hacerlos valer como tales. Es decir, donde hay “indeterminación” se im-pone “lo determinado” (lo indeterminado es racionalizado por la determinación). Para hacerlo, muestra Castoriadis, opera sobre la base de una lógica identitaria que funda un “nosotros” y excluye a “otros”. Ella fabrica la institución como posibilidad de coleccionar en un todo, en un conjunto (que es unidad idéntica consigo misma) que contiene/retiene las diferencias, de manera que quedan lógicamente eliminadas o indiferenciadas.
Castoriadis sostiene que la institución no podría existir si no es en lo simbólico. En su dimensión simbólica, institución consiste en ligar o anudar determinados símbolos (o significantes) con determinados significados (representaciones, órdenes, incitaciones a hacer o a no hacer, ideas sobre educación, sobre enseñanza, sobre saber, etc.). Pero también consiste en hacer valer esos anudamientos como “naturales”; es decir, instituirlos y consagrarlos eludiendo su propio carácter histórico-social, haciéndolos valer como si existieran así desde siempre.
El filósofo argentino Enrique Marí afirma que en los dispositivos de poder convergen dos construcciones: el “discurso del orden” y el “imaginario social”. El discurso del orden está asociado con la racionalidad: con la fuerza-racional, con la soberanía y con la ley; y el imaginario con cierta irracionalidad: con lo simbólico, lo inconsciente, las emociones, la voluntad y los deseos. Lo imaginario social está hecho de ciertas prácticas y montajes: ficciones, soportes mitológicos, prácticas extradiscursivas, ceremonias, banderas, rituales, cánticos, himnos, distribución de espacios, rangos y prestigios, diplomas, certificados, marcas, apelaciones, manejos de ruidos y silencios, etc. En este sentido, la institución escolar despliega siempre rituales que la sostienen. Estos rituales -que no son nunca asuntos concientes- comportan siempre innumerables reglas, actos, ceremonias, símbolos, componentes llenos de elementos de lo imaginario social. Finalmente, la institución escolar, como institución de poder, instituye a cada momento significaciones que le son favorables a su perduración como tal y que quedan marcadas o internalizadas tanto en los docentes como en los alumnos.
La política y lo político: actores, poder, lo instituido y lo instituyente
Al referirnos a la institución escolar lo hacemos teniendo en cuenta las diferencias entre “la política” y “lo político” que señala la socióloga argentina Alcira Argumedo. Mientras que “la política” se restringe a los fenómenos relacionados con la representatividad y con la organización institucional, “lo político” designa una compleja configuración de distintas manifestaciones de poder (incluyendo “la política”), reflejando la condensación de distintas instancias del poder sociocultural y reconociendo la relativa autonomía en el desarrollo de distintas esferas de la vida sociocultural. Fundamentalmente, lo político se rige según una lógica de cooperación o antagonismo entre voluntades colectivas. Es importante observar y analizar, en la re-lectura de la escuela, las convergencias y distancias, los dinamismos particulares y las formas que adquiere no sólo la política formal (educativa e institucional) sino también lo político, regido por lógicas de cooperación en el ejercicio del poder cultural, o por lógicas de antagonismo (entre proyectos, actores, modalidades pedagógicas, etc.).
En el análisis de las instituciones que proponen G. Frigerio, M. Poggi y G. Tiramonti se destacan las múltiples negociaciones que en ellas se producen. Las instituciones son permanentes construcciones en la que los actores habitan y a la vez son habitados. Dicen que el interjuego entre la prohibición y la protección en las instituciones da cuenta del carácter ambivalente que ellas poseen en su dinámica y que se traduce en relaciones entre los actores y la institución, sesgadas por un doble movimiento (simultáneo y contradictorio) de atracción y repulsión. Frecuentemente se liga a la institución con la idea de lo establecido, de lo reglamentado, de la norma y la ley. Sin embargo, en ellas hay zonas de certidumbre y de incertidumbre. Para cada actividad es necesario el mínimo de certezas que nos aseguren el encuentro con otros y la realización de las tareas, pero al interior de ese marco se hace necesario que aparezcan intersticios para la libertad de los actores.
Siguiendo las ideas de Michel Foucault, el poder pertenece al orden de las prácticas sociales e implica una relación de fuerzas (no necesariamente violenta). Es decir, el poder no se “posee” sino que “se ejerce” en la institución, a través de la fuerza de la palabra, de los saberes, de las acciones, del discurso. Y se ejerce también a través de la producción de dominios de saber y de regímenes de “verdad”, que crean objetos, métodos, etc. Las relaciones de fuerzas se dan entre los diversos discursos y actores que disputan un espacio social. Allí vemos que hay grupos o actores que ejercen más poder, y que se establecen relaciones de fuerza en términos de dominación de unos sobre otros, o de unos saberes y concepciones sobre otras, o en términos de discriminación y también de exclusión de sujetos, saberes y prácticas.
Como el poder no se posee sino que se ejerce, sería un error identificar el poder con lo instituido, con las autoridades (directivos, docentes) y con los proyectos educativos oficiales. También se ejerce el poder desde posiciones de crítica, de impugnación, de cuestionamiento, de resistencia… y desde zonas de construcción de otros proyectos y producción de otras tareas en el ámbito institucional, que frecuentemente son consideradas transgresoras, contrahegemónicas o alternativas.
En cuanto al ejercicio y las relaciones de poder, G. Frigerio, M. Poggi y G. Tiramonti le dan importancia a dos cuestiones. En primer lugar, a las “zonas de clivaje”: zonas de posibilidad, de ruptura o de fractura, en las cuales hacer posible la obtención de reconocimiento, espacios, recursos, beneficios. Conocer las zonas de clivaje es sumamente importante porque permite que los actores institucionales puedan reconocer lugares desde los cuales trabajar para desarrollar acciones que tiendan lazos para articular lugares de posible fractura. Los clivajes institucionales están relacionados con el hecho de que en cada institución, cada actor y grupo de actores, hace uso de una fuente de poder. En segundo lugar, le dan importancia a los conflictos. Los conflictos constituyen un aspecto sustancial a tener en cuenta en las organizaciones ya que inciden de forma determinante en el desempeño de los actores en la institución. Según estas autoras, en toda institución el conflicto es inherente a su funcionamiento, a su propia dinámica.
Una dimensión clave en la re-lectura de la institución escolar es el interjuego entre lo instituido y lo instituyente en clave histórica. Por un lado, el reconocimiento de las creencias que sostienen lo instituido, los mitos, los rituales y las rutinas. Pero además, el reconocimiento de las historias institucionales, distinguiendo los momentos, los actores, las pugnas, las fuerzas en juego, los idearios que constituyeron la etapa fundacional; los tiempos de crisis, de cuestionamientos y conflictos, y las etapas refundacionales. En ese dinamismo, por último, es importante la re-lectura de los proyectos hegemónicos y alternativos (o contrahegemónicos) y las fuerzas, las creaciones, los sueños que en ellos se ponen en juego.
Es cierto que, en su tiempo de crisis, experimentamos un generalizado malestar en las instituciones. El tiempo de la modernidad en nuestras sociedades suponía la confianza en el Estado-nación, esa “megainstitución cuyo organigrama interno es el conjunto de todas las instituciones”, decía Ignacio Lewkowicz. Pero hoy asistimos al agotamiento del dispositivo institucional; “cada institución es un mundo aparte” y muchas veces se autoconsidera “productora exhaustiva de los sujetos que necesita en la situación en que los necesita”. Cada institución tiene el aspecto de un “pequeño mundo aislado”, en ciertos sentidos se comporta como si fuera una institución total y autoengendra identidades imaginarias que se sostienen sólo en el interior de ese pequeño mundo aislado. Las escuelas suelen ser una muestra de este nuevo tipo de institución.
Re-leer la escuela para re-escribirla (III)
La micropolítica cultural y el espacio público escolar
La cultura escolar
La cultura escolar comprende un conjunto de prácticas, saberes y representaciones producidas y reproducidas a partir de la institución escolar. Pero también incluye las modalidades de comunicación y transmisión de saberes para poder actuar socialmente (más allá de la escuela) que operan de acuerdo con la “lógica” del funcionamiento escolar. En este sentido, la cultura escolar es una forma de producción, transmisión y reproducción de saberes, prácticas y representaciones sociales, que tiende a la organización racional de la vida social cotidiana.
La cultura escolar, entonces, transforma desde dentro la cotidianidad social, imprimiendo en ella formas de distribución, disciplinamiento y control de prácticas, saberes y representaciones aún más allá de los ámbitos identificados como la “escuela”. Como tal, comprende las costumbres, las ritualidades y las rutinas escolares, los emblemas identitarios, los símbolos, los ritos instruccionales, las ficciones, las lógicas de organización, los actos escolares, los espacios y tiempos de intercambio, las situaciones de reciprocidad y de reconocimiento mutuo.
Entretanto, David Tyack y Larry Cuban hablan de la gramaticalidad cultural aludiendo al conjunto de tradiciones y regularidades sedimentadas a lo largo del tiempo, transmitidas de generación en generación por diversos actores; los modos de hacer y de pensar heredados y aprendidos a través de la experiencia organizada; las reglas del juego y supuestos compartidos que no se ponen en entredicho y que posibilitan llevar a cabo la acción específica de la institución, produciendo una lectura y resignificación de lo nuevo según esas matrices heredadas. Pero también las formas de resistencia y de estratagema, más las tácticas y las “mañas” que burlan ciertos dispositivos y regulaciones, y que se refiguran a lo largo del tiempo y la experiencia acumulada. Con el concepto de “gramática institucional” nos proponemos brindar un marco explicativo y de análisis para entender cómo se aplican y adaptan los cambios; cómo y por qué determinadas propuestas o interpelaciones son introducidas más o menos rápidamente a la vida escolar; cómo otras son rechazadas, modificadas, reformuladas o distorsionadas a partir de esos modos de hacer y pensar sedimentados a lo largo del tiempo; y cómo, sobre todo, este modo de leer el espacio escolar puede aportar a generar el cambio (es decir, alentar la posibilidad de “reescribirlo”) y cómo el cambio, en definitiva, es una combinación de continuidades y rupturas.
Uno de los rasgos de la gramaticalidad es la producción de lo que Peter McLaren denomina paradigmas raíces. Los “paradigmas raíces” sirven como guiones culturales que existen (porque han sido apropiados) en los docentes y en los estudiantes, que a su vez guían la cognición y orientan las experiencias aceptables. Pero el concepto puede ser extendido a otros espacios para comprender procesos que modelan las nuevas experiencias y los nuevos conocimientos. Entender la gramaticalidad de esta forma, nos acerca al campo y los alcances de la “creencia” en las prácticas. La “creencia” (en el sentido de Bourdieu) resulta ser el tamiz a través del cual se resignifican (desde el posicionamiento de los actores) determinadas innovaciones. Por ejemplo, la “creencia” pedagógica (o mejor, escolar) suele recurrir a un orden anterior frente a los cambios comunicacionales o tecnológicos; mientras que la “creencia” mediática (o suscitada por la pertenencia a una cultura mediática) es un factor principal de resolución pragmática (no siempre feliz) de los nuevos problemas en los espacios educativos.
Sin embargo, existe cierto nomadismo que caracteriza hoy a la cultura escolar y a las formas de comunicación y de formación subjetiva que en ella se producen. El nómade, para el francés Michel Maffesoli, es el hombre que va de una tribu a otra, que no tiene una única identidad ideológica, sexual, profesional o de clase, que no se deja encerrar dentro de roles que antes eran definitivos, en instituciones como el matrimonio. El nómade puede pertenecer simultáneamente a numerosas tribus. Emergen en las escuelas, por ejemplo, formas nómadas de la atención y la memoria, que suelen ser incomprendidas por el aparato escolar.
La cultura escolar está demasiado anclada en una cultura de “lo social” y del “contrato social” que desconoce y desconfía de la socialidad, como forma cotidiana de orientación al otro y de interacción singular ligada a la experiencia, frecuentemente naturalizada, que se desarrolla más allá o a pesar del “contrato social”. Vale recordar que para el filósofo Georg Simmel, a partir de lo singular, de la experiencia y de la vivencia es posible conocer la socialidad, como las diversas formas de relación que se dan a través de interacciones entre los individuos. Si bien no es posible establecer uniformidades fijas y necesarias (como ocurre con la figura de la “sociedad”), es posible describir e interpretar la socialidad.
Para Simmel, “la sociedad” como representación imaginaria que contiene la totalidad de las variedades y la cristalización de hechos cambiantes, parece imposible. En cambio, “la socialidad” revela un tipo de sociedad sometida al suceso, a la situación, líquida, porosa, ambigua, en perpetuo estado de devenir… ¿Qué tiene que ver el “aparato escolar moderno” con esta socialidad, a la cual rechaza y califica como fantasía de un orden anterior a la “sociedad” o al “contrato social”? Y sin embargo, la escuela también es ese tipo de comunidad configurada por la socialidad; una comunidad a veces transitoria, y a la vez cotidiana y repetitiva, demasiado territorial (aunque también licuada y porosa). En esa comunidad, la experiencia, la vivencia y lo singular, es acaso lo que tenemos que capturar para poder “re-leer” la escuela.
Hay una tensión entre las derivaciones contractuales propias de lo social y las relaciones de socialidad. Para Maffesoli, esto permite apreciar formas tribales de socialidad y “que el neotribalismo se caracteriza por su fluidez, las convocatorias puntuales y la dispersión”. En ese contexto cabe preguntarse si los sujetos educativos son hoy nómadas, o son en realidad vagabundos. O si son “jugadores” que aceptan un mundo de riesgos e intuición, aunque con algunas precauciones, siempre que no signifiquen un control absoluto. O si son “turistas” que están en todos los lugares donde van, pero en ninguna parte son del lugar. En su mundo y para ellos, lo extraño (como la cultura escolar) está domado y ya no asusta. Según Zigmunt Bauman, el turista, huidizo del confinamiento en el hogar, acepta los “paquetes” (en este caso, educativos) siempre que contengan estimulación, complacencia y diversión. Tal vez, también, los sujetos educativos son “paseantes” que viven la realidad como una serie incesante de episodios, es decir, sucesos sin pasado ni consecuencias, donde los encuentros no tienen incidencias demasiado significativas. ¿O será que son todas esas cosas a la vez?
Lo cierto es que emerge con fuerza en los espacios institucionales educativos una “razón sensible”: una manera de aproximarse a lo real en su más fluida complejidad; una conjunción de lo material y de lo espiritual y no una oposición, destacándose el papel de lo afectivo, de las interacciones y de lo subjetivo; una apertura a lo imaginario, lo lúdico, lo onírico social. Esa razón sensible es característica de las nuevas formas de la socialidad, que nada tienen que ver con el viejo “contrato social”.
El discurso escolar y los otros discursos
Sin embargo, hoy la gramaticalidad escolar, como una especie de guión cultural, se ve asediada por la emergencia de múltiples discursos o “culturas” que nada tienen que ver con ese guión o esos “paradigmas raíces” propios de las escuelas, y que frecuentemente desafían la seguridad de las creencias institucionales, haciendo a la cultura escolar más caótico, confuso y relativo. El discurso escolar convive y compite con otros discursos sociales, como el mediático, el callejero, el comunal o comunitario, el del mercado, el del trabajo, etc.
Muchos hablan de multiculturalismo… Existe un interesante debate de la pedagogía crítica acerca del llamado “multiculturalismo”. Algunas claves se encuentran en el Prólogo de Alicia de Alba (que es una larga carta a Adriana Puiggrós) al libro del norteamericano Peter McLaren titulado Multiculturalismo revolucionario. Alicia de Alba, mexicana, critica la noción de “multiculturalismo”. Ella dice que entiende por qué la usa McLaren y por qué él afirma que en nuestros escenarios culturales cada uno de nosotros es un “flâneur”, una especie de observador callejero. Y le dice a Puiggrós: “Como flâneur sólo puedes llegar a concebir las complejas relaciones entre las culturas como pluriculturales o multiculturales”. El flâneur está “tocado” por los otros, por la otredad; pero al mismo tiempo, está atrincherado en su posición de observador.
En cambio, cuando uno entabla, establece relaciones (aunque fueran conflictivas) con otras culturas, lo que es más fuerte es el contacto cultural, que es posible que se construya como verdadero diálogo intercultural. Y esto ya no puede vivirse como multiculturalismo, como una suerte de relación entre nosotros y ellos, sino que comienza un proceso de construcción intercultural de un nuevo nosotros (donde yo y el otro, nosotros y ellos, vamos formando parte de esta construcción, no siempre feliz o armoniosa, del nosotros).
El contacto cultural se produce continuamente en las escuelas, y entre las escuelas y las comunidades donde ellas están situadas. Ya no se trata sólo de relaciones entre etnias o razas diversas, sino entre grupos generacionales a veces antagónicos, entre diferentes sectores sociales, etc. Ese contacto no está desprovisto de pugnas por el significado de la experiencia, de la vida y del mundo. McLaren dice que el aula debe ser considerada una “arena de lucha simbólica”, donde se ponen en juego diferentes expectativas, miradas, lenguajes, intereses.
Esto nos permite comprender la diferencia radical entre conocimiento y reconocimiento. En el conocimiento de la otra y del otro, de la otra cultura, se mantiene la relación del flâneur, la relación entre nosotros y ellos. El conocimiento también puede convertirse en un insumo para dominar, destruir, manipular o invadir a las y los otros. En el reconocimiento, en cambio, comienza un proceso donde se construye un nosotros con los otros y las otras. El reconocimiento siempre implica un proceso básico de contacto cultural, que tiene como objetivo construir un diálogo intercultural.
El objetivo de diálogo cultural e intercultural, no tiene que significar que el respeto por la otra cultura implique aceptar sus negaciones (como la subordinación de la mujer, por ejemplo). El diálogo es una construcción que también implica problematización de las culturas dialogantes y prácticas de transformación de las relaciones opresivas que muchas veces han sido naturalizadas en cada cultura.
El orden micropúblico escolar
La escuela puede considerarse una “ventana de la sociedad”. De hecho, en ella es donde se establecen, se posibilitan y se avalan determinadas relaciones sociales, y también se obturan, se impugnan o se reprimen otras. En la escuela también se sitúan y se visibilizan las relaciones de poder, los lazos sociales, los conflictos, las identidades, los malestares, las pugnas, las desigualdades y la fragmentación, las movilidades, las negociaciones, las exclusiones o las expulsiones y discriminaciones a determinados sujetos, por razones de clase, de raza, de identidad sexual, de género, etc.
En la escuela, como ventana de la sociedad, se hace visible la construcción de hegemonía. Esto se observa en diversos proyectos “político-culturales” que circulan en ella (además del oficial o hegemónico), a veces explícitos y otras implícitos. Esos proyectos suelen estar en pugna, debido a que representan diferentes o antagónicos horizontes político-culturales. Y esto se produce no sólo en cuanto al tratamiento de las diferencias sociales y/o culturales; también se evidencia en cuanto la escuela es una agencia de legitimación de saberes e impugnación de otros, aunque en ella se distribuyan y circulen saberes estrictamente escolares, o provenientes de la cultura comunal, callejera, mediática, etc.
De esta forma es posible re-leer la escuela como micropolítica cultural y como espacio público. La política, para la filósofa alemana Hannah Arendt, es lo más distintivo de la acción humana. La política se instala como acción en el mundo o en el micro-mundo. Un mundo que está formado de cosas producidas por las actividades humanas; pero también esas cosas que deben su existencia exclusivamente a los humanos, condicionan de manera constante a sus productores.
Antes que considerar a lo público sólo como lo visto y oído por muchos, Arendt insiste en la recuperación de lo público como espacio de recreación de lo específicamente humano, lo que le permite rescatar la interna relación de este ámbito con la acción y el discurso; es más, reivindicar la palabra como forma de acción política. Para Arendt, recordemos, “(...) la acción sólo es política cuando va acompañada de la palabra (lexis), en la medida en que esta última convierte en significativa la praxis. Y, en este sentido, la palabra es entendida como una suerte de acción, como una vía para conferir significado, sentido y durabilidad al mundo y para decir nuestra responsabilidad con respecto a él”. Así entonces, Arendt afirma la íntima imbricación entre estas dos capacidades humanas, acción (praxis) y discurso (lexis) en cuanto de ellas surge la esfera pública.
El carácter comunicativo de la política centrado en la lexis, no significa que el diálogo político sea siempre armonioso y esté ligado sólo al acuerdo racional o al “contrato social”. Antes bien, la lexis es ya acción política no sólo al otorgarle significados y sentidos a la praxis, sino que lo es también en cuanto centrada en la discusión, la disputa y el debate de ideas, de formas de ver, de significados, de interpretaciones. Esto muchas veces lleva al conflicto que, lejos de ser “incomunicación”, refiere a diversas formas de producir significados y sentidos; es decir, el conflicto es también una práctica de comunicación que habla de la praxis y sobre la que se basa la praxis. En el conflicto también se “ponen en común” formas de ver y sentir, de interpretar y de actuar; se “comunica” la diferencia, la oposición, la resistencia. Y es en este clima donde se trama el espacio público.
Una cuestión a resolver en la construcción del espacio público, es de qué modos se dirime el conflicto. Si bien tenemos que alejarnos de la visión de una armonía irrealizable, también tenemos que construir formas no violentas de dirimir los conflictos. Este es un desafío para “re-escribir” la escuela, pero sabiendo que ese desafío se presenta en el contexto de una sociedad que suele dirimir violentamente sus conflictos y contradicciones.
En cuanto espacio público ligado a la política y a la lexis y la praxis, uno de los grandes problemas hoy es determinar cómo se puede conducir la escuela y las actividades escolares en condiciones de conflictividad social y de complejidad.
La argentina Silvia Duschatzky se pregunta sobre el tipo de vínculo que une a los jóvenes de sectores populares pobres con la escuela, una de las instituciones de mayor perdurabilidad histórica que ha pretendido constituirse en el lugar fundamental de construcción de identidades juveniles. En su investigación pretende recuperar esa escuela vivida, transitada y “burlada” por lo jóvenes, no silenciando sus voces.
El hallazgo más elocuente radica en el fenómeno de la interpelación de la escuela a los jóvenes (tanto en escuelas más abiertas y participativas, como en escuelas normativistas y excluyentes). La escuela, en un desplazamiento de sus sentidos canónicos, parece perfilarse como un “horizonte de posibilidad”. Los jóvenes, a la vez, impugnan la escuela y la merodean incluso después de su paso por ella, y exhiben con orgullo su guardapolvo. Es decir, hay un carácter de referente interpelador por fuera de sus significados “normales”. Ese “plus” de significación de la escuela para los jóvenes de sectores populares pobres abre a una mirada de la escuela desde el punto de vista simbólico.
Para Duschatzky, la escuela como “frontera”, más que un límite, es un horizonte. Es un pasaje a “otro lado” que provoca reconocimiento social, una nueva experiencia de socialidad y una puesta en juego de nuevos soportes discursivos. En la escuela se hacen presentes subjetividades plurales y polifónicas y se mezclan diferentes territorios de identificación. Es, en definitiva, un espacio público residual.
Por su parte, para el pedagogo crítico norteamericano Peter McLaren, la escuela debe ser pensada como esfera pública y de posibilidad. A través de su trabajo de etnografía y de estudios críticos de discurso, McLaren propone diferenciar entre “escolarización” y “educación”. “La primera es principalmente un modo de control social; la segunda tiene el potencial de transformar la sociedad, entendiendo al estudiante como un sujeto activo comprometido con su desarrollo y con la sociedad”. Otorga primacía a la experiencia estudiantil que pretende ser borrada en la arena de lucha escolar, por la vía de la imposición de la escolarización.
En ese contexto, McLaren reconoce los discursos, las culturas y las posiciones que se ponen en juego en la escuela como esfera pública: la cultura de la calle (o de la esquina) y a cultura del estudiante (o posición escolar). Para el autor, la escuela es una agencia político cultural y el currículum una política cultural, en el sentido que legitima, regula, excluye, ordena, discursos, saberes, prácticas, formas de relación, ritualidades, etc. Se juega allí la hegemonía; pero también allí se ponen de manifiesto micropolíticas culturales contrahegemónicas. En ese sentido, la escuela es espera pública y de posibilidad.
En las escuelas se pronuncia la “voz” de los estudiantes. La “voz” es el conjunto de significados multifacéticos por medio de los cuales los grupos de referencia, los sujetos que comparten un microespacio social o determinados “polos de identificación”, hablan y dialogan, leen la experiencia y el mundo, la “escriben” incluso antes de que nosotros (los portadores de las estrategias) les “enseñemos” a escribirlas. La voz resulta de cierta mediación de un discurso privado pero situado en la trama del lenguaje y de los significados compartidos y colectivos. En ese sentido, es ciertamente precaria, incluso puede ser transitoria. A través de la voz, una suerte de lenguaje clandestino o fugitivo, los sujetos interpretan la experiencia, la vida y el mundo, y la hacen posible.
Finalmente, la escuela forma parte de la comunidad; no está separa de la comunidad. Como tal, en el interior de la escuela aparecen las condiciones socioculturales del barrio o la ciudad, de las familias cuyos niños van a esa escuela, las organizaciones, instituciones y movimientos que interpelan a los niños y sus familias y que, a veces, interactúan con la escuela. Es clave poder relevar y comprender los estereotipos sobre los actores escolares que proviene del “afuera”, los sentidos que le otorgan a la escuela diferentes actores sociales (informantes claves de la comunidad, por ejemplo); los servicios, las ofertas y consumos culturales que existen en la comunidad además de la escuela; las condiciones estructurales más amplias y abarcativas que permiten comprender la situación de la escuela y sus actores.
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